Pregón de los actos de La Inmaculada 2006 Iglesia de San Nicolás de Bari (Cofradía del Amparo)

por Antonio Botias Saus

   
Cuentan que la noche se encendió en lágrimas de fuego que iluminaron, como un llanto estrepitoso de astillas celestiales, la ciudad entera. El horizonte velado de la amanecida huertana se rasgó en mil pedazos. Entre las llamas, aunque apenas durara un instante, sus ojos compasivos parecieron cuajarse de sollozos. Los querubines que la rodeaban, como si imploraran clemencia, abrazaban sus divinos pies, aunque la algarabía de gritos y maldiciones impedía escuchar sus voces diminutas y cristalinas. Sólo el dragón que uno de ellos hería, henchido de gozo, esbozó una mueca de victoria antes de convertirse en cenizas. Fue entonces cuando Murcia perdió su más preciado tesoro.

 

    Sucedió en 1931. El miércoles 13 de mayo, en el mes de Nuestra Madre. El plano de san Francisco, donde brotan cada amanecida los aromas de la huerta que se condensan en Verónicas, aún mantenía la congregación que honraba al humilde santo. Junto a sus muros, la desaparecida iglesia de la Purísima custodiaba una talla de esta advocación, obra de Francisco Salzillo. Era la Purísima Concepción, la obra cumbre de este autor que pronto recordaremos en el tercer aniversario de su nacimiento. Era la Sin Pecado Concebida, la imagen que la sinrazón de unos y otros condenó a las llamas en aquel día del escarnio. Hoy, cuando han pasado 75 años, detengámonos otro instante, esta vez de oración y concordia, para ensalzar las glorias de María y rescatar del recuerdo, como homenaje, aquella Purísima olvidada que, cubierta de petróleo y gasolina, se convirtió en cenizas.

 

Igual que la caricia, como el leve

temblor del vientecillo en la enramada,

como el brotar de un agua sosegada

o el fundirse de la nieve,

debió ser, tan dulce, tu sonrisa,

oh, Virgen Santa, Pura, Inmaculada,

al sentir en tu entraña la llegada

del Niño Dios como una tibia brisa.

 

 

 

Debió ser tu sonrisa tan gozosa,

tan tierna y tan feliz como es el ala

en el aire del alba perezosa,

igual que el río que hacia el mar resbala,

como el breve misterio de la rosa

que, como aroma, toda el alma exhala.

 

I. Hágase en mi según tu palabra.

 

Purísima Concepción.

Excelentísimo y reverendísimo Señor don Juan Antonio Reig Pla, obispo de la Diócesis de Cartagena.

Ilustrísimo Sr. Delegado Episcopal de Cofradías y Hermandades.

Rvdo Sr. Consiliario del Real Cabildo Superior de Cofradías.

Sr. Cura Párroco de San Nicolás.

Señor Presidente de la Cofradía del Santísimo Cristo del Amparo y María Santísima de los Dolores.

Señores Presidentes de la Cofradías Pasionarias y Cofradías de Gloria.

Dignísimas autoridades.

Nazarenos y Cofrades murcianos. Señoras y Señores.

 

El Ángel del Señor anunció a María.

Y Ella concibió por obra del Espíritu Santo.

 

    Y, dos mil años después de este gran acontecimiento, sonó mi teléfono. Al otro lado del cable, mi querido amigo Ángel Galiano me encargaba, con el entusiasmo y decisión que lo definen, la grande responsabilidad de pregonar a la Inmaculada, nuestra Madre. Me aturdí. Durante unos segundos retumbaron en mi mente los nombres de tantos y tantos murcianos más diestros en la palabra, más letrados, más piadosos y por tanto más autorizados para entonar la pureza de María. Recordé a mi predecesor, Alberto Castillo, cuyo cántico hizo vibrar estas paredes hace ahora un año. Querido Alberto, gracias de corazón por las palabras que me has dedicado y que, viniendo de mi maestro en estas lides, me emocionan como buen discípulo tuyo. En este tiempo pasajero en que sufres somos muchos los que te tendemos la mano y el hombro para decirte: ¡Ya nos gustaría algún día alcanzar los méritos y el respeto que atesora tu voz profunda, tu fe inquebrantable!

         Una parte importante de mi vida está ligada a la festividad que en unas horas celebraremos. Mi infancia son recuerdos de una calle, que aún se llama de la Purísima, donde, en la casa de unos vecinos, había una talla de la Inmaculada, de autor incierto, y, en otra casa, se veneraba otra imagen de la Ascensión, de no mejor factura que la anterior. Mi madre se llama Concepción, una abuela Carmen y otra Encarnación. Y María es el nombre de mi pequeña hija, elegido en recuerdo de la Madre del Señor. Con esta tarjeta de presentación mariana, comprenderán la alta responsabilidad que atenaza mi ánimo.

    Pero si esta noche me atrevo a alzar mi voz ante ustedes es porque, como hiciera nuestra Santa Madre, acogí en el corazón el ofrecimiento de la Cofradía del Amparo. Y como María, aunque no entienda qué honores me avalan, me pongo en las manos de Dios, seguro de que Él se vale de los débiles para proclamar, a tiempo y a destiempo, que es el Cristo, el Señor, el hijo de María.

 

III. La iglesia malograda.

 

    Las obras en la que fue  iglesia gótica de la Purísima comenzaron en el siglo XV, bajo la protección de los Caballeros Concepcionistas. El templo, utilizado por los padres franciscanos que habitaban el convento contiguo, también dio nombre a un hospital para sacerdotes que, en el año 1701, se levantó junto a la iglesia. Extinguida la orden de caballería, la Familia Fontes se encargó de perpetuar los cultos, no si antes establecer algún litigio con los franciscanos por la propiedad del inmueble.

La iglesia de la Purísima tenía una sencilla portada de sillares de piedra, con una sola puerta, sobre la que se abría una hornacina, que custodiaba la talla de la Virgen en un retablo del primer renacimiento. Más arriba, había un hueco donde se volteaba la única campana del santuario. En el interior, compuesto por una nave, había ocho capillas. La primera de ellas, según se entraba a la izquierda, estaba dedicada a San Martín. En su interior se conservaron durante muchos años dos balas de cañón que fueron disparadas en 1706 por las tropas del archiduque contra la ciudad, que defendía el cardenal Belluga.

    El camarín de la Purísima, decorado por Pablo Sistori, atesoraba aquella talla que el escultor Benlliure sentenció como la obra cumbre de Salzillo. No fue el único. José Tormo[1], en su Guía de Levante, al describir la pieza animaba a los viajeros con un exclamación: ¡súbanse al camarín!. Otros se atrevieron a más. El doctor Esténaga advirtió de que su factura era más perfecta que la del Ángel y la Dolorosa que aún atesora la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno. Tampoco le faltaron cánticos y oraciones que extendieron el fervor por la ciudad.

 

Timbre y honor, Madre Mía

Singular de este convento

Del cual eres la patrona

Ya por inmemorial tiempo

Gloria de Santa Isabel

Y san Francisco tu siervo

Cuyos hijos trabajaron

Con fatiga, ardor y esmero

Dios te salve, sabia Virgen

Casa de Dios donde se hayan

Siete columnas de dones

Y un aparador de gracia

De los santos, puerta santa

De Jacob, estrella

Y Reina de la angelical escuadra[2]

 

    Tan bella era la imagen de la Purísima que ni Salzillo ni la familia Fontes se atrevían a ponerle precio. De hecho, pasaron muchos meses antes de que el escultor reconociera que la talla era un regalo. Entonces, los Fontes enviaron 12.000 reales en una caja de cartón, que también contenía varios obsequios, uno por cada miembro de aquella casa.

    El Papa Pío Nono, en 1855, bendijo la denominada Asociación de la Felicitación Sabatina. El fin de esta institución era alabar a la Virgen por la gloria alcanzada con la declaración del dogma de la Inmaculada. Muy pronto, la Asociación Sabatina sustituyó a las históricas cofradías de la Purísima. En Murcia, esta asociación fue erigida en 1866, en la iglesia de la Purísima y estuvo compuesta por 458 fieles, que celebraban la Eucaristía todos los sábados, los días 25 de cada mes y la recordaba Novena de la Purísima, a la que acudían la ciudad entera y la corporación municipal.

“Ave María Purísima, sin pecado concebida”. Los hermanos de la Felicitación tenían por costumbre pronunciar estas palabras al levantarse, que volvían a repetir al declinar el día. Y no descuidaban el rezo del rosario de la Concepción, que aún evoca aquella antiquísima Archicofradía que nos refieren otros autores. Setenta y cinco años más tarde, todo parece relegado a los polvorientos anaqueles de los archivos. Pero aquél espíritu reverdece en generaciones y generaciones de murcianos que mantienen vivo el amor a la Madre de Dios.

 

 

II. Aurora y Salve a la Purísima.

 

    La devoción del pueblo de Murcia hacia María, antiguo e indestructible, afianzado de padres a hijos, se renueva hoy en las incontables festividades que veneran a la Madre de Dios. Pasará este año cuyo fin se acerca a la historia mariana de la ciudad. Porque a cuantos sentimos a María como Madre no nos han faltado ocasiones para reencontrarnos con ella. A veces, casi por sorpresa en una esquina, mientras las muchas ocupaciones de este mundo apresurado nos hacían olvidar el auténtico sentido de la vida. Así sucedió en marzo, cuando una algarabía de fieles y nazarenos de casta, como los que integran Murcia Nazarena, entre olorosos sones de marchas remotas en una tarde de primavera, rompieron en mil pedazos y oraciones el maleficio que hacía honor al nombre de la Virgen del Olvido, que partió de San Bartolomé para honrar a la Dolorosa de Jesús en su 250 aniversario. Aún retumbaba en la ciudad el entusiasmo de Santa Eulalia con la Candelaria.

    Me llena de orgullo el honor que la ciudad de nuevo rinde en octubre a Santa María la Real de Gracia y Buen Suceso, un culto establecido por Alfonso X y revitalizado por los hermanos hospitalarios. O el cariño que desborda la Archicofradía de Nuestra Señora del Rosario cuando pasea a su titular sobre un trono que simboliza el 5º misterio de Gloria: la coronación de la Virgen; María coronada de honor y gloria en el mes de mayo, como Nuestra Señora de Fátima que engrandece San Antolín o La Arrixaca, de quien el maestro don Carlos Válcarcel advirtió de que es una de las más antiguas imágenes de la Edad Media, la más vieja y recia devoción mariana de la Región. Devoción que en Pentecostés adquiere tintes y fervor andaluces en las plegarias a la Virgen del Rocío.

    Quizá algún día La Arrixaca sea nombrada patrona de la Región para compartir con la Fuensanta, romera y soberana de la ciudad, el corazón de los murcianos, de los miles de fieles que cada septiembre peregrinan al santuario del monte. Son tan numerosos como el catálogo de imágenes consagradas a María en maderas nobles, en mármoles y piedra, en escayola humilde o en pendones y estandartes como aquellos que veneran nuestras Campanas de Auroros, las voces profundas de la huerta.

    Los Auroros. Caminan despacio, perfilando en la escarcha de la madrugada una sombra misteriosa y vacilante, ancestral. Algunos, recordando un muerto reciente, mascullan una oración que sube al cielo, acariciando el estandarte del Carmen o del Rosario, como el humo de su tabaco negro; iluminados por un remoto farol que les precede, cruzan los últimos carriles que cuajados de vinagrillo y zalapateros, resisten en la huerta el asedio de las urbanizaciones. Una luminaria de esperanza puebla la noche. Nos hacen recordar aquellas palabras del discípulo amado cuando profetizaba que llegará el día en que “ya no habrá más noche, ni necesitarán luz de lámpara o sol, porque el Señor irradiará luz sobre ellos” y sobre todos nosotros[3].

    Al llegar ante una casa, repartidos en dos coros, comienzan su súplica sonora e intermitente, melódica; el cántico de voces quebradas estremece los bancales de limoneros, de pimientos, de patatas... que lucen cuidados como macetas, ese cántico místico abraza las parras que se enroscan altivas en porches improvisados y remueve los bancos de piedra donde se disfruta la sombra de las higueras... para alargar los versos, tilitantes como la llama de la vela sobre las acequias, hasta la torre de la Catedral, cuyas campanas anuncian el alba. Y suenan entonces los melismas de la remota Salve de la Purísima.

 

Dios te Salve, Aurora hermosa

que, dando rayos al sol,

diste claridad a la luna,

Purísima Concepción    

Sois la fuente cristalina

madre del Redentor

estrella de la mañana

Purísima Concepción[4].

 

    Estos son los hermanos de las Bénditas Ánimas cuyas voces volverán a cobrar protagonismo cada Jueves Santo. En la plaza de San Agustín recuerdan que no hay en el universo libros para contener el sentimiento que brota del corazón de los murcianos al contemplar a su Madre cuando amanecen esos días de Pasión que conforman nuestra insuperable Semana Santa.

 

 

IV. Dios te consuela, Dolorosa.

 

        ¿Quién renunciaría a contemplar tu Majestad, Madre, cuando brota de las paredes que esta noche nos cobijan el cortejo de suspiros azules que inaugura la Semana Santa, la procesión del Cristo del Amparo en ese viernes que incluso engalana tu nombre? ¡Qué sólo se sentirá Nuestro Padre de la Fe, apenas unas horas después de que regreses a San Nicolás adornada con mil oraciones, cuando enfile la Redonda sin que Tú sigas sus pasos al declinar el sábado frailuno¡

¡Qué triste permanece Murcia, qué silencio de sollozos marrones hasta que otra vez, al pie del monumento que más tarde honraremos, surjas de nuevo sobre un tapiz corinto¡ Dichosa y originaria Dolorosa que inauguraste el camino de Salzillo hacia la perfección y que en la primavera murciana antecedes al caudal de Esperanza que se desborda desde San Pedro. Es el torrente de terciopelo verde que un día después, al atardecer del Lunes Santo, se transforma en Soledad junto al Señor del Malecón.

Soledad de luto y amargura en un barrio castizo y penitente, Soledad que entrecruza sus manos bajo un corazón de plata mientras allá arriba, en el Cielo magenta, sonríe, como siempre, nuestro recordado Juan Pedro Hernández. Permítanme ustedes un instante de silencio en su memoria.

         El silencio es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha, de recogimiento ante el Primer Dolor, como una Madre que vela en la noche implorando la Salud para sus hijos bajo la protección de los hospitalarios, como una Madre que el Martes Santo entreabre su boca suplicante y ofrece su mirada hermosa, sólo alumbrada por un campo de velas, como Rescate por muchos. Es Nuestro Padre Jesús que también, como la más bella Purísima que tallara Salzillo, sufrió el abuso de la sinrazón, encarcelado en su propio templo, ofreciendo, más allá del muro que ocultaba envidioso su piadosa mirada, la Sangre de sus santas llagas.

Esa misma Sangre quiebra el corazón de la Dolorosa del Carmen, soberana sobre el trono más antiguo de la Archicofradía, mientras el Señor abandona el remoto Partido de San Benito hacia el Puente Viejo. Y hasta en la noche más triste, en la madrugada de cánticos amargos, hay quien te sueña y anhela, Señora de la Soledad, como único Refugio de desamparados.

 

Oh Madre Dolorosa... ¿qué sintió tu corazón cuando escuchaste la sentencia de muerte que imponían a tu adorado hijo? Tu que le diste vida, que lo llevaste en tus entrañas, que le amamantaste, que lo viste crecer, caminar, hablar ...

 

María, corona de salvación, icono que el sol acaricia al amanecer del Viernes Santo,  Soberana de la mañana morá más bella, Dolorosa de Jesús, que fuiste coronada hace unos días por la Madre Iglesia y convertida, una vez más, en puente hacia la Cruz, en Reina del Universo. Madre Dolorosa, ¡Cuántas mañanas he descubierto, caminando como mayordomo en tu celestial cortejo, cómo en tus brazos abiertos brilla el amor de Dios[5].

Es este amor que desciende de las alturas, donde alzarás tu mirada al caer la noche... siendo Misericordia desde San Esteban, siendo Angustias soportando en tu regazo al que se entregó por todos, o elevada en Amargura del Sepulcro. En ese instante nos revelas con tus benditos ojos el único lugar de dónde nos vendrá el auxilio. Y acaso porque adivinas que la promesa del Ángel no quedará defraudada, cierras los cortejos de esta noche solemne, con la ternura y emoción contenida de la Soledad más bella.

Sin esposo, porque estaba/ José de la muerte preso,/ sin Padre porque se esconde/ sin Hijo porque está muerto,/ sin luz, porque llora el sol,/ sin voz, porque muere el verbo,/ sin alma, ausente la suya,/ sin cuerpo, enterrado el cuerpo,/ sin tierra, que todo es sangre,/ sin aire, que todo es fuego,/ sin fuego, que todo es agua,/ sin agua, que todo es hielo,/....”[6].

 

Aún restará a los murcianos la expectación que emana cada Sábado Santo del Yacente. Nuestra Señora de la Luz en su Soledad, de expresión delicada, de llanto contenido, domina las horas tristes que anteceden al júbilo, como hiciera hace casi cuatro siglos en una remota procesión del Santo Entierro. Todo está cumplido.

No hace muchos años se anunciaba en las calles la Resurrección de Cristo estampando desde los balcones vasijas y cántaros en una especie de conjuro que hoy nadie recuerda. Pero, a cambio, la Virgen Gloriosa surge desde Santa Eulalia envuelta en una algarabía de bandas de música, henchida de gozo porque, verdaderamente, el Señor ha resucitado. No refieren las Escrituras que Jesús se apareciera a María y, aunque algunos autores advierten de que fue la primera que conoció la buena nueva, a los murcianos nos basta con degustar cómo en este domingo que luce más que el sol camina María por nuestras calles exultante, llena de gracia y gozo, dispuestas su manos como una Inmaculada.

 

V. María, Pequeña María.

 

            Según los Padres de la Iglesia, la Santa Virgen es imagen del cristiano que, escuchando la proclamación del kerigma, el anuncio de que Cristo ha vencido a la muerte, llega también a estar embarazado de Cristo. María, la brisa suave del profeta Elías, el susurro del Espíritu de Dios, la zarza ardiente de Moisés es la Madre solícita que en las bodas de Caná advierte a su Hijo: “No tienen vino”. María, Madre Redentora, ansía compartir con la humanidad el vino de la sabiduría, del amor, de la alegría de que Ella estaba colmada, como le anunció el Ángel: “Llena eres de gracia”.

Contemplando a María de Nazaret, Torre atravesada al pie de la Cruz, Columna de amor que sujeta el cielo de nuestra débil fe, me conmueve pensar qué méritos tenemos para ser elegidos por Ella. ¡Cuántas personas habrá más allá de estas paredes que ni sospechan la gracia de sentirse hijos de María! ¡Cuántos murcianos se debaten en la enfermedad, la soledad, la desesperación, la vejez, la oscuridad del sufrimiento y no pueden, como nosotros, alzar sus ojos a nuestra Madre y recibir su consuelo!

Realmente, somos afortunados. Y sin merecerlo se nos desvela el gran secreto que atenaza el corazón del hombre: su miedo a cuanto le destruye, a todo lo que le hace sufrir, a todo lo que le arrebata la vida, a todo lo que le molesta... el temor a todo lo que Cristo se enfrentó para que nosotros pudiéramos pasar aferrados de su mano sin perder la vida. María, siempre solícita incluso para aquellos que se resisten a amarla, volverá a pedirle a su hijo que nos perdone porque tampoco tenemos vino. Y lo seguirá haciendo hasta el fin de la historia. La felicidad es la alegría de la verdad[7].

El ejemplo de María ilumina la actitud de todo cristiano, más aún ahora, en este tiempo de ataques a la Iglesia, en estos días en que algunos intentan ridiculizar nuestra fe y desean relegar a las sacristías la Buena Noticia del Evangelio. Sin embargo, nadie enciende una lámpara para ocultarla debajo de un celemín y, como la Virgen, sabemos en quién hemos puesto nuestra esperanza.

María es el ejemplo de la maternidad gozosa frente a aquellos que por ignorancia aniquilan el fruto de sus entrañas;  ¿Cuántos inocentes habrán muerto hoy en el mundo, acallados sus lamentos, silenciada su agonía en la oscuridad de un seno agredido? ¿Cuántas diminutas manos no encontrarán nunca el calor de una caricia, el arrullo de un padre enamorado? ¿Cuántas sonrisas nunca se verán reflejadas en la mirada tierna de una madre embelesada? ¿Cómo justificar tanta injusticia? Digamos más bien, como suplicaba la Madre Teresa, ¡Por caridad, dadnos a vuestros hijos si no los queréis!

María es el paradigma de la vida estimable frente a quienes dudan de que la vejez o la enfermedad pueda vivirse con dignidad; María, finalmente, pregona cada mañana que la fe a nadie se impone ni a nadie aplasta, que sólo se nos ofrece gratis, como las llagas de este Cristo del Amparo al que en tantas ocasiones elevé mis ojos, el mismo que, desde el silencio de su altar, parece susurrarnos esta noche, como a los apóstoles asustados en la tempestad del lago: “¡Ánimo, soy yo, no temáis!”[8]. Esto mismo repite a los hombres de nuestro tiempo. Si Él está con nosotros, si hemos conocido su amor, ¿por qué tener miedo? ¿A quién temeremos?

María, Ángel de la Guarda del Tercer Milenio, a quien San Epifanio llamó María "la de los muchos ojos”, también nos reclama, a las puertas de la Navidad, en este tiempo de Adviento, de preparación, donde la familia, a imagen de la Sagrada Familia de Nazaret, recupera su pleno sentido.

En este instante acalló mi voz y me uno a vosotros camino de Santa Catalina, ansioso por honrar la columna gloriosa que se alza en el corazón de la ciudad como faro y guía, como destello en la noche oscura que cantaba San Juan de la Cruz.

¡Dios te salve segunda Eva, porque hemos encontrado consuelo y amparo en tu mirada!

¡Llena eres de gracia, pues fuera de tus ojos no encontramos luz en este mundo!

¡Alégrate, alégrate Purísima Concepción, entre todas la más bella!

Caminemos convencidos de que no hay mayor honor en este mundo que ensalzar las Glorias de María, teniendo como estandarte aquel grito de ánimo que también convirtió en su enseña el recordado Juan Pablo II: “¡No tengáis miedo!”[9]. ¡Abrir, abrid de par en par las puertas de San Nicolás a Cristo y a su Inmaculada Madre!

 

Muchas gracias.

 

Antonio Ángel Botías Saus

En la parroquia de San Nicolás de Bari, a 7 de diciembre de 2006, segundo del Pontificado de Benedicto XVI.


 

[1] La Verdad de Murcia. 14 de mayo de 1931.

[2] Elogios a la serenísima emperatriz de cielos y tierra María Santísima alusivos al triunfo de la Inmaculada Concepción por una amante hija suya. Murcia, 1855. Imprenta de Pedro Belda.

[3] (Ap 22,5)

[4] Salve la Purísima. Cancionero Literario de Auroros. Carlos Valcárcel Mavor

[5] Himno a la Cruz Gloriosa. 1ª Corintios 13, 1-13.

[6] Soledad de Nuestra Señora. Lope de Vega.

[7] San Agustín.  Confesiones X, 23.

[8] (Mc 6,50).

[9] Palabras con las que se presentó tras ser elegido Pontífice el 16 de octubre de 1978.


 

  Para volver pulsar sobre el cartel

www.salzillo.com