|
La Semana
Santa de la Región, así como los historiadores del Arte de esta tierra, tienen
una deuda muy difícil de saldar con el escultor Juan González Moreno. Su
aportación al campo imaginero fue mucho más allá de sustituir con eficacia las
obras destruidas en los años oscuros de la guerra fratricida. Su trayectoria fue
el verdadero revulsivo para un sector escultórico que llevaba ya demasiado
tiempo esclavo de unos ideales artísticos que venían arrastrándose, casi
literalmente, desde el siglo XVIII. La grandeza de Salzillo, con su arrolladora
fuerza centrípeta, había terminado por bloquear la necesaria evolución de la
imaginería murciana, en la que ningún artista se atrevía a separarse un
milímetro de los postulados barrocos establecidos por el famoso taller. Hoy,
autores de la altura e importancia de José A. Hernández Navarro deben mucho al
decisivo aporte “liberador” de este escultor, verdadera piedra angular de la
imaginería murciana del siglo XX.
En su juventud, Juan González se
interesó poco por la escultura religiosa. Admiraba a Salzillo como todos los
murcianos, pero no creía que su camino fuera el de convertirse en un émulo más
de su producción. Las primeras obras de nuestro escultor fueron de naturaleza
profana, en la línea marcada por Clará y por algunos otros autores vanguardistas
de la época. No fueron piezas de mérito mediano, ni mucho menos. De hecho la
frescura y naturalidad de sus desnudos y composiciones mitológicas llamaron la
atención de escultores más consumados, que vieron en él cualidades
sobresalientes para ocupar un lugar de importancia el panorama artístico
nacional. Pero cuando estaba en Madrid completando su formación en la Academia
de Bellas Artes, el clima político, irrespirable desde hacía tiempo, se
convirtió en una guerra civil que arrasaría toda la piel de toro durante tres
larguísimos años. El escultor resolvió hacer lo posible por regresar a Murcia
con los suyos, a esperar tiempos mejores.
Por esas extrañas
circunstancias del destino, esta prudente decisión (que fue difícil de articular
administrativamente, y que de hecho un par de meses después no hubiera podido
llevar a cabo) supuso la salvación de una parte importantísima del patrimonio
artístico de la Región. Porque desde Agosto de 1936 hasta su incorporación a
filas en la movilización de Marzo de 1938, Juan González dedicó todos sus
desvelos a la recién creada Junta Delegada de Protección, Incautación y
Salvamento del Tesoro Murciano, cuyo principal cometido consistía en retirar
todas las obras de arte de las iglesias y conventos de la capital y de los
pueblos murcianos para guardarlas en depósito debidamente inventariadas, al
objeto de evitar su probable destrucción. El propio escultor asumió en
innumerables ocasiones la iniciativa de acudir en secreto a los lugares más
amenazados para recoger con la mayor celeridad aquellas piezas especialmente
valiosas por lo artístico o por lo devocional, en una capital línea de actuación
que, en cierta medida, ha sido injustamente olvidada, y que rara vez merece la
atención de los historiadores (excepción hecha de Virginia P. Pagán, autora de
un riguroso estudio sobre la actividad de esta Junta).
La labor de
González Moreno no se limitó a la recogida de piezas: también se ocupó, en
numerosas ocasiones, de hacer una primera intervención sobre de las piezas
dañadas, asegurando su conservación hasta que los legítimos propietarios
decidieran abordar seria y profesionalmente la restauración necesaria. Un caso
representativo en esta línea fue el ensamblaje de las innumerables piezas del
magnífico Cristo de la Sangre de Nicolás de Bussy, que el escultor pudo
completar tras varios días de búsqueda entre los escombros de la Iglesia del
Carmen (incomprensiblemente, cuando devolvió la devota Imagen a la Cofradía
solicitando oficialmente el permiso para restaurarla, la Junta Directiva lo
rechazó decantándose por Sánchez Lozano, en una decisión que siempre dolió a
nuestro artista).
Acabada la guerra, González Moreno tuvo que cambiar de
temática creativa. La urgente demanda de las cofradías pasionarias para la
reconstrucción de su patrimonio procesional hizo que centrara la mayor parte de
su actividad en la estatuaria religiosa; campo en el que demostró unas aptitudes
fuera de lo corriente, con una producción no excesivamente amplia pero de
extraordinaria calidad, situándose ya desde sus primeras obras entre los más
importantes imagineros levantinos de la Historia. Su estilo personalísimo, que
fue evolucionando desde sus iniciales planteamientos esencialmente clásicos
hacia un naturalismo bañado de sobrio impresionismo, supuso una verdadera
liberación del agotado canon salzillesco, sacando la escultura procesional de un
terreno, el barroco, donde llevaban moviéndose los escultores españoles desde
los primeros días del siglo XVII. Obras como el “Lavatorio”, de Murcia, el
“Santo Enterramiento”, de Cartagena, o el “Descendimiento”, de Burgos, figuran
ya con toda justicia entre los más importantes grupos escultóricos de toda la
producción artística religiosa nacional.
Su relación con Cieza fue
especialmente larga y próspera, prolongándose hasta finales de los años setenta
(con la entrega del Paso “La Aparición” para la Cofradía del Descendimiento de
Cristo y Beso de Judas). Ninguna otra localidad tiene un número tan elevado de
obras del insigne escultor. Sin duda fue uno de los grandes artífices del
resurgimiento artístico de la Semana Santa ciezana, tan duramente castigada en
los primeros días de la guerra. Es bien conocido su cercano trato con algunas de
las personas más implicadas con los desfiles procesionales, con las que a través
de reuniones periódicas fueron pergeñando los distintos proyectos cofrades, en
una labor que iba mucho más allá del mero encargo profesional.
Así, en
1940 entregaría su histórica primera obra de temática pasional, el “Stmo. Cristo
de la Agonía”, protagonista de la célebre procesión del Silencio que llevaba
celebrándose en la noche del Jueves Santo en Cieza desde los primeros años de la
década de los treinta, y que luego sería emulada por la Cofradía del Refugio en
Murcia. La imagen destruida en la guerra era obra de cierto mérito del afamado
escultor Agustín Querol, aunque por alguna razón aún figura en numerosas
publicaciones una extraña atribución a Collaut Valera. Dada la ausencia de los
necesarios testimonios gráficos, es difícil establecer el parentesco entre la
obra sustituida y la realizada por González Moreno, pero en todo caso el
resultado fue algo extraordinario, sin duda una de las mejores piezas de Cristo
en la Cruz de la Región murciana. Una temática, además, en la que la escuela
salzillesca no fue especialmente prolífica; y que incluso el propio maestro
Francisco Salzillo había demostrado no dominar como de él cabía esperar en sus
escasos intentos (sus ejemplos murcianos de la Esperanza y el Amparo adolecen de
una blandura impropia de su autor), a excepción hecha de algunos crucifijos de
pequeño tamaño incorporados a piezas como la del San Jerónimo o de un patético y
extraordinario Cristo de la Agonía de Cartagena destruido en la guerra y de
dudosa atribución.
La rotundidad del acierto de González Moreno incluye,
desde luego, la presencia de la procesión del Silencio como elemento teleológico
tenido muy en cuenta por el artista en todo momento. Las propias dimensiones de
la Imagen, muy por encima de lo usual, resulta particularmente idónea cuando ha
de ser única referencia visual en el entorno oscurísimo en el que desfila, y el
sentido ascensional que domina el cuerpo del Crucificado potencia
extraordinariamente la espiritualidad buscada por la peculiar configuración del
cortejo. Es evidente que el romanticismo de esta procesión, descrita
pormenorizadamente al artista, hizo necesario el descarte de la tradicional
iconografía dramático-tremendista propia de la estilística barroca española. El
ideal trentino queda, pues, muy lejos de este cuerpo estilizado, sereno y
apolíneo. Sólo una sutil concesión al patetismo concentrado en esas dos manos,
insólitamente abiertas, con los dedos totalmente extendidos, que imbuyen al
Crucificado de un hálito de desvalimiento conmovedor. El resto, sólo belleza,
armonía, finura. Un momento detenido en el tiempo, justo después de inhalar aire
por última vez: los pulmones henchidos, el tórax levantado, los hombros
sosteniendo la cabeza en un último esfuerzo; un instante de quietud que anticipa
el inminente óbito y el rápido y violento descenso de masas. Los rasgos,
hermosísimos, concentran en su sencillez toda la sabiduría de González Moreno:
aun sin esa personalísima nota de impresionismo que aún no ha aparecido, el
rostro delata inconfundiblemente la mano de su autor (su parentesco, en
concreto, con el Nazareno de las “Hijas de Jerusalén” de Murcia es
considerable). La expresión del rostro, en absoluto declamatoria, no delata un
dolor físico insuperable, sino verdadera angustia de soledad. Es la encarnación
del Cristo que entrega su espíritu al Padre que cree que le ha abandonado. Esta
opción expresiva, inteligentemente escogida por el artista, es lo que
definitivamente convierte a la Procesión del Silencio en verdadera hierofanía,
esto es, en manifestación de lo divino en lo humano, al servir esta Imagen,
único destino posible de todas las miradas de la noche, de mediadora entre los
fieles y Dios mismo. El resultado final es soberbio, emocionante,
definitivamente magistral. Incluso en la frialdad de la capilla de la Iglesia de
la Asunción donde está expuesto al culto es posible advertir inmediatamente que
nos encontramos ante un hito de la imaginería ventisecular: el asombro a los
pies de este Crucificado es inevitable.
El pueblo ciezano ha respondido
al espléndido esfuerzo del escultor con un cuidado exquisito en todo lo que se
refiere a la talla (no por cierto el día de su bendición, que González Moreno
recordaba con particular disgusto, cuando contempló asombrado cómo trasladaban
al Cristo de la Agonía, tan cuidadosamente concebido y ejecutado, a plena luz
del día y acompañado por música de pasodobles). La adecuada sencillez del trono,
la efectista iluminación, el extraordinario exorno floral, el acompañamiento
musical...; todo planeado y llevado a cabo con el cariño y la sabiduría que esta
Imagen sin duda merece. El historiador José Luis Melendreras, en su obra
“Imagineros murcianos del siglo XX”, dijo de ella que era “orgullo del arte
murciano”, y el propio escultor hablaba de la misma como “su Cristo”,
significándola especialmente entre toda su producción procesional.
Realizó algunos otros Crucificados a lo largo de su carrera, como el
magnífico “Cristo de la Mirada” conservado en la pedanía de Guadalupe (hoy
tristemente empobrecido por alguna desgraciada restauración, pero que conserva
la imponente nobleza de un rostro que justifica su sentida advocación). Fueron
obras que incluso más características dentro de la estilística propia de
González Moreno, más personales en cuanto a técnica y resultado, pero que no
alcanzan las altísimas calidades conseguidas en la Imagen ciezana. Sin duda uno
de los mejores Crucificados del siglo, sólo comparable en importancia, a mi
juicio, con el “Cristo del Fe” de Capuz (Madrid) y el “Cristo de la Buena
Muerte”, de Jacinto Higueras (Jaén).
Inmediatamente después de concluir
esta obra, comenzaría a trabajar en el colosal aparato del Santo Entierro de
Cristo, para la Cofradía del Sepulcro de Murcia; que, pese a ser una obra de
menor interés en comparación con las realizadas posteriormente sobre el mismo
tema (Albacete, Cartagena), supuso la forma perfecta de darse a conocer como
imaginero, cosechando un éxito importante que inmediatamente se tradujo en más
encargos y proyectos: González Moreno ya era, inevitablemente, el escultor más
importante de Murcia. Su inicial rivalidad con Sánchez Lozano quedó pronto
aparcada por la fuerza de los hechos: en tanto que el primero siguió depurando
un estilo novísimo lleno de aciertos, el segundo se decantó por perfeccionar una
fidelidad a la escuela salzillesca que le deparó muchísimo éxito y una amplísima
producción imaginera, pero también una importancia artística menor por la escasa
originalidad de su obra.
Además, la versatilidad de González Moreno le
hizo dominar todas las vertientes y temáticas de la iconografía religiosa. A los
magníficos conjuntos ya mencionados, verdaderos ejemplos de dominio del espacio
escultórico, se une por ejemplo una serie iconográfica mariana de extraordinaria
variedad y sublime acierto (“Soledad” de Cieza, “Soledad al pie de la Cruz” de
Murcia, “Virgen del Amor Hermoso” y “Soledad de los Pobres”, de Cartagena); o la
maestría en la técnica del bajorrelieve demostrada en la decoración de la Ermita
de la Fuensanta, a través de las bellísimas escenas de la Vida de la Virgen, tan
imbuidas de eso que se ha dado en llamar mediterraneísmo.
La aportación
de nuestro artista a la Semana Santa ciezana siguió regalando piezas tan
admirables como las tres advocaciones marianas (“Dolorosa”, “Soledad”, “Amor
Hermoso”), o esas tres obras maestras en sentido absoluto que son el “Señor de
la Columna”, el “Ecce-Homo”, y “La Aparición” (la imagen de la Magdalena de este
último conjunto es, probablemente, la figura femenina más sencillamente hermosa
tallada por el autor); todas ellas merecedoras, naturalmente, de un estudio
pormenorizado.
Grande es la deuda que tenemos con Juan González Moreno
todos los murcianos, y los ciezanos en particular. Cuando ya no es posible
saldarla en la persona del genial escultor, sólo nos queda conservar con cariño
y orgullo todas sus obras con el máximo cuidado. Y, desde luego, reclamar para
ellas la atención que sin duda merecen.
A continuación imágenes
colocadas por otros foristas
En
primer lugar mlara
Melchor de Medina
Ventimiglia nos pone obras de Cartagena
Santo Entierro (1959). Cofradía N.P. Jesús
Nazareno (Marrajos). Cartagena
Santísima Virgen de la Soledad de los
Pobres (1956). Cofradía N.P. Jesús Nazareno (Marrajos). Cartagena
Nuestro Padre Jesús de Medinaceli (1941).
Cofradía N.P. Jesús Nazareno (Marrajos). Cartagena
Nuestro Padre Jesús Resucitado (1943).
Cofradía del Resucitado. Cartagena
Santísima Virgen del Amor Hermoso (1945).
Cofradía del Resucitado. Cartagena
Comienza mi mensaje con la
obra que Juan González Moreno realizara para la trimilenaria ciudad, entre 1941
que realizara el Medinaceli y 1959, año en que talló el magnífico grupo del
Santo Entierro. Una obra que, en su casi totalidad, pudieron contemplar cuantos
foristas se acercaron hace ya un mes a la Cartagena cofrade.
Qué decir.
La obra insigne de quien he referido siempre como el más grande entre los
grandes se define por sí misma. Ante ella, un silencio recogido es muestra de
admiración, de devoción, de magnificencia (necesitaria el vocabulario completo
de adjetivos "eulalísticos" para definir algo la obra de González Moreno).
Creo que no fue un incomprendido, sino que en cierto modo fue valorado
en su tiempo, aunque por debajo de lo que debiera. Con el tiempo, como le ha
pasado a otros grandes de las artes y las letras en todo el mundo se va
apreciando mejor su obra, su gran conocimiento de la técnica y el mensaje. No es
solo un magnífico tallista, sino que sabe muy bien el porqué de cada cosa, cómo
lo talla, cómo lo policroma, qué quiere transmitir al consciente y al
subconsciente.
Estoy seguro de que los murcianos de generaciones
venideras lo colocarán en su sitio de privilegio en la historia del arte
murciano, español y universal.
Bussy
Podemos seguir ilustrando la referencia al
maestro González Moreno con fotos de sus pasos de Cieza.
El Cristo de
los Azotes:
El Ecce-Homo:
La Aparición a la Magdalena:
La Soledad:
La Dolorosa:
Y la Virgen del Amor Hermoso:
A continuación tenemos un video del Maestro González Moreno con la obra suya del Santuario de la Fuensanta, extraído de una publicación de La Verdad en colaboración con la CAM sobre la Fuensanta
Y la obra suya en el Santuario de La Fuensanta