Sirva este, mi mensaje 3000, de emocionado homenaje y gratitud por siempre a la Virgen Santísima por ser el camino que me ha llevado a Cristo, por ser mi fiel compañera en esta vida, porque su amor maternal nunca me ha abandonado. Para leerlo sólo hace falta soñar, imaginar, orar y dejar latir en nuestro interior aquello que desde niños conocemos: Que aunque mi amor te olvidase, no te olvidas tu de mi.
 


    La vida tiene muchos trajines, golpes y problemas y también éxitos y galardones que hacen que a veces el hombre de la espalda a Dios. Es el caso de Diego, un hombre de unos cuarenta y tantos años que caminaba solo de recogida camino de su casa situada en la Calle de las Agustinas el pasado sábado. La Fe había quedado muy en el olvido para él, casi había olvidado a Dios, pero lo que él no podía imaginar es que Dios nunca se había olvidado de él y esa noche, como una sonrisa del cielo iba a contemplar algo que marcaría para siempre su vida, algo que no puede volver a revivir sin llenarse de lágrimas, sin que una dicha especial llene todo su ser, pero sabiendo de la devoción y piedad que este Foro siente por la Madre Dolorosa, va, no sin dificultad a intentar narrarnos la celestial escena que sus ojos pudieron contemplar.


    Era muy de noche, cuando se apagan las luces del mundo y en la soledad se escucha el latir de los corazones, cuando por las ventanas de Jesús entra tan sólo la luz de la luna para iluminar las escenas del mayor Amor, algo sucede en el interior de la Iglesia. Olor a flores, las grandes galas preparadas, todo está listo como si la noche santa del Prendimiento del Señor se hubiera trasladado al cálido otoño de la ciudad de Murcia.

    Algo había oído por el barrio de que iban a coronar a la Dolorosa y, al pasar junto a la Iglesia de Jesús, no pudo resistir la tentación de asomarse por una rendija de la puerta La Señora luce maravillosa en su trono, guapa como siempre pero en esta ocasión más hermosa que nunca.. El conjunto de imágenes permanece quieto, inmóvil en las capillas, pero, de pronto, la luz tenue que se cuela como una espía para contemplar tanta belleza, va iluminando cada uno de los pasos de Jesús y milagrosamente, como bendición caída del Cielo, los personajes, todos ellos, toman vida.

    No podían permanecer más tiempo inmóviles ante el gran acontecimiento que Murcia iba a vivir en las horas próximas. En la mesa del cenáculo los apóstoles se levantan de sus barrocas butacas y mientras bajan los escalones que les separan del suelo de la Iglesia, hablan entre sí soñando con poder acompañar a la Virgen en tan gran día. Juan, con el ímpetu propio de su juventud se adelanta al resto y acude presto a acariciar el trono que cuatro querubines bajados de la misma Gloria Celestial custodian, sustentan, miman y veneran mientras llenan de caricias toda la presencia maternal de la Virgen que los contempla con ternura.

 


    Se oye un sollozo estremecedor, los angelotes cesan un momento sus cánticos y alabanzas, el revuelo gozoso se hace silencio. Detrás de una columna, escondido, cabizbajo, llora amargamente Judas. Sabe que no es digno de acariciar siquiera el trono de la Virgen Madre, aunque espera que su llanto amargo sea su particular ofrenda a aquella a quien también traicionó al entregar al Maestro.

    En medio de la quietud del momento, un revoloteo hace a todos mirar a lo alto. El Angel de la Oración majestuoso baja del Getsemaní murciano a la diestra de la Señora y sentado junta a Ella, besa sus sandalias, mima sus manos, acaricia su cabello y cubre con sus alas a la que fue digna de ser Madre de su Señor. ¡Qué escena! ¡La misma Gloria se ha hecho viva en el joyero de Murcia!

    Verónica, humilde y sencilla, llena de gozo, se postra de rodillas junto al Cirineo y mientras éste abraza emocionado y agradecido la Cruz de la Salvación, ella aprieta en su pecho el regalo que el Señor le hiciera en su subida al Calvario: su santa Faz impregnada en el paño. Ambos dan gloria a Dios, ambos emocionados y llenos de gratitud contemplan y bendicen a la mujer en quien Dios se hizo hombre.

    La puerta entreabierta nos hace percatarnos de que varios hombres no han resistido escena de tanto amor. Mancaparros, Revirao y Anchoa han escapado y otros les acompañan corriendo y tras ellos, persiguiéndolos, dos soldados dieciochescos cuyas pasos aún se podían oír por los adoquines de la calle de la Arrixaca. Quizá encuentren alguna taberna abierta a esas horas donde tomar un vino y seguir perpetrando sus maldades.

    Mientras, el interior de Jesús es un revuelo de túnicas estofadas, de rostros angelicales, de emociones y miradas de amor y fidelidad. Nuestro Padre Jesús Nazareno acude al encuentro con su Madre, los ángeles tocan trompetas de gloria, otros queman incienso, otros arrojan pétalos de flores sobre la Virgen, los apóstoles se arrodillan y bendicen el nombre del Señor. Si un día María acudió al encuentro de Jesús en la calle de la Amargura, ahora es Jesús quien acude al encuentro con su Madre. Ninguno de los presentes quiere perderse momento tan solemne, tan filial, tan tierno y amoroso. Uno frente al otro, no hay palabras que decir, todo se dice en la mirada, Jesús llora como un niño viendo el rostro de su Madre y de los ojos de María brotan lágrimas preciosas que como rocío de la mañana deslumbran y emocionan a cuantos contemplan semejante momento. Una caricia de la Madre al Hijo, un beso del Hijo a la Madre. Silencio. Emoción. Oración. Devoción. Fe. AMOR. Jesús acaricia los celestiales cabellos de la Virgen y con sus manos corona su cabeza como Reina y como Madre. Los cuatro ángeles niños lloran emocionados y felices sin parar, escondidos bajo el manto de María y se abrazan y celebran cómo tanto dolor en la subida al Calvario se había vuelto dicha, gozo y alegría en esta noche.
 


    De pronto un ruido de llaves se oye en la lejanía. Ya empieza a clarear. Se oyen voces. Ya hay gente en Jesús. Ya ha llegado el gran día. Murcia viste sus mejores galas para ver coronar a la Virgen Dolorosa. Todos vuelven a su sitio, la Iglesia retoma su aspecto de quietud habitual, cada uno de tan celestiales personajes recupera la posición que por inspiración divina les diera Salzillo hace siglos. Comienza el gran día, comienza la procesión. Un golpe seco en la tarima del trono hace andar a la Virgen, y nadie, salvo un hombre, nuestro hombre, se da cuenta de las miradas de complicidad de todas las imágenes en ese momento.


    Todos los fieles acuden a acompañar a la Virgen, queda vacía la Iglesia, sólo un hombre lleno de lágrimas, lleno de esperanza, lleno de luz y de alegría permanece acurrucado en un rincón. Habría querido acompañar a la Dolorosa, pero había sido la Dolorosa quien había salido al encuentro de su vida y la había conducido hacia su Hijo Jesús. Recordar cada momento era no poder dejar de llorar de felicidad, de emoción, de un algo muy especial. Diego había contemplado con sus propios ojos el infinito amor de Dios, la dulzura sin igual de María… Algo quemaba su corazón, la presencia del Señor en él abrasaba todo su ser y al fin, como un niño que descubre las esencias de la vida, había descubierto por la fe que nada ni nadie podrá separarle nunca del Amor de Dios.

Escrito en el foro de Murcia Nazarena por Benedictus en conmemoración de su mensaje 3000


 

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