MIÉRCOLES
SANTO EN MURCIA. PROCESIÓN DE LOS COLORAOS
Todo tiene su inicio el Domingo de Ramos. Ese día están
citados los nazarenos estantes coloraos en la iglesia del Carmen, para
encargarse del traslado de los tronos de la Archicofradía desde el almacén
contiguo al templo, a través de la puerta que comunica éste con la Portería
del antiguo Convento de Carmelitas, y dejarlos instalados en sus
correspondientes capillas de la iglesia.
Desde ese día y hasta la misma mañana del Miércoles Santo es
una costumbre, casi un rito, el acercarse al Carmen para contemplar los pasos,
con la tranquilidad que otorga el silencio y la quietud del templo.
Y llega la mañana del Martes Santo cuando, desde muy temprana
hora, se dan cita en el Carmen los componentes de varias bandas de música y
varios grupos de mayordomos y nazarenos vestidos con sus túnicas “colorás”.
Una vez reunidos, se dispersarán por las calles de la ciudad, convocando a los
murcianos a que asistan a la procesión del día siguiente, a los sones de
marchas pasionarias y los ancestrales sonidos de los tambores y
carros-bocinas, renovando así el antiguo rito de la Convocatoria.
El nazareno colorao ultima sus preparativos: compra los caramelos por kilos, encarga las monas y rescata de lo más hondo del arca o del fondo del armario la túnica colorá, el capuz, las enaguas, las medias, las ligas, el cíngulo, las esparteñas, zapatos o sandalias, el rosario y revisa que todo se encuentre en orden. |
Llegada la noche, se marcha a dormir, no sin antes echar un
vistazo al cielo, “que esta tarde había unas nubes muy negras que no me han
gustado un pelo”, y con un último pensamiento, más bien un ruego elevado a su
Cristo de la Preciosísima Sangre: “por favor Señor, ¡que no llueva mañana!”.
La mañana del Miércoles Santo se despierta nazarena en
Murcia, como presagiando lo que nos espera en la mágica tarde-noche que ha de
venir.
En la ciudad, salpicada de nazarenos de túnica morada
–resulta paradójico que el día colorao por excelencia amanezca vestido de
morado- se respira un aire diferente, como impregnado de nazarenía, de tipismo
y de murcianía.
Las calles por las que pasará la procesión han amanecido con
sus aceras y bordillos sembrados de marcas y señales, reservando este o aquel
sitio para tal o cual familia que, desde muy antiguo vienen presenciando la
procesión desde ese mismo lugar y que, una vez instaladas las sillas, se darán
cita allí para ver el desfile.
Otras familias destacan, desde muy primeras horas de la tarde alguno de sus
miembros para reservar las sillas en un lugar determinado y allí,
pacientemente esperarán al resto de familiares que acudirán más cercana la
hora de paso de la procesión.
Durante la mañana, por las diferentes plazas y calles de la
ciudad, la Convocatoria de Nuestro Padre Jesús Nazareno pasean sus músicas y
sonidos ancestrales de bocinas y tambores para, lentamente dirigirse hacia el
Convento de Agustinas desde donde, a las doce del mediodía tendrá lugar el
traslado de la imagen del Nazareno hasta su iglesia de Jesús, con su Pendón
Mayor encabezando la breve procesión portado por un mayordomo colorao, dando
prueba así de hermandad entre las dos cofradías más antiguas de la ciudad.
Mientras tanto, durante toda la mañana, la actividad en la iglesia del
Carmen ha sido febril. A primera hora ha tenido lugar una misa ante la imagen del Cristo de la Sangre, ya instalado en su trono procesional, durante la cual ha tenido lugar la admisión de los nuevos cofrades que se han incorporado ese año. |
Posteriormente comienzan los preparativos de los pasos de cara a la procesión
de la tarde. Las imágenes son limpiadas y relimpiadas por enésima vez, bajo la
atenta mirada de sus respectivos camareros, quienes vigilan hasta el último
detalle. Los operarios de la Archicofradía colocan las largas varas en los
tronos, acaban de instalar las baterías eléctricas en sus soportes bajo las
tarimas; han colocado las velas en las tulipas de los candelabros y comprueban
que todo funciona correctamente.
Los floristas se encargan de alfombrar los tronos con las
olorosas y radiantes flores de la primavera murciana, y en el templo se
mezclan los aromas de rosas, claveles, gladiolos y azahares.
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Como manda la tradición, a mediodía llegan las habas, frescas y recién cogidas del bancal, para ser colocadas en el paso del Pretorio, al alcance del travieso Berrugo, quien se encargará de “robárselas” a Pilatos bajo sus mismas barbas durante el desfile procesional. |
Afuera, en el amplio patio del colegio aledaño al templo, los
operarios limpian y apilan las negras cruces y dotan a los rojos cirios de
gruesas velas de cera.
Los mayordomos de cada una de las diez Hermandades que forman
la Archicofradía se reúnen en Cabildos encabezados por sus respectivos
Mayordomos Regidores, quienes imparten las últimas consignas e instrucciones
de cara al buen discurrir de la procesión.
El nazareno colorao llega a mediodía a casa y se encuentra
con que su esposa, o su madre, o su novia, lo tiene todo primorosamente
dispuesto: la túnica recién planchada y colgada para que no se arrugue, las
blancas enaguas ya almidonadas y el resto del equipo dispuesto. Una dulce
montaña formada por varios kilos de caramelos le espera sobre la mesa, junto
con los huevos ya cocidos, las monas, las habas tiernas, los panecillos y las
estampas de los pasos, que serán entregados a grandes y pequeños durante la
procesión.
Todo está listo a la espera de que arribe la ansiada hora en
que, ayudado por su familia, inicie el tradicional rito de vestirse con la
roja túnica, heredada de sus antepasados. Una vez vestido, el amplio buche o
“sená” será relleno con todos los obsequios previamente preparados y, una vez
bien repleto y orondo, agarrar el capuz y el cetro de plata o bien el estante
de madera y salir camino de la iglesia.
Y así, lentamente, de cada portal, de cada calle y cada plaza
de la ciudad, y de cada senda, cada carril y cada quijero de la huerta,
comenzará a fluir un incesante reguero formado por gotas de sangre nazarena,
que llegará a convertirse en verdadero torrente colorao conforme se van
aproximando a la iglesia del Carmen, donde el rojo río se desborda y desemboca
en un auténtico mar teñido de bermellón. En verdad da la sensación de que la
ciudad de Murcia se está desangrando gota a gota, bajo los dorados rayos del
sol poniente.
Cuando el sol comienza ya a declinar tras las altas
cresterías de la lejana Sierra Espuña, los alrededores de la iglesia del
Carmen hierven en alegre y bulliciosa algarabía, teñida de un rojo encendido
mientras, en el ambiente se respiran los frescos aromas de la primavera recién
estrenada.
En el interior de la iglesia los pasos lucen en todo su
esplendor a la espera de salir a desfilar por las abarrotadas calles de la
ciudad.
El patio del colegio vecino es un agitado ir y venir de
mayordomos con sus cetros de plata y penitentes con sus respectivas dotaciones
de cirios o cruces, en nerviosa e impaciente espera de que llegue el momento
de formar las filas de sus correspondientes Hermandades.
La primera campanada de las siete de la tarde coincide con el
primer redoble de los tambores que abren la procesión. A las naves de la
iglesia y al amplio patio del colegio llegan esos anhelados primeros sones,
que indican que ya ha llegado el momento esperado. La procesión ya está en la
calle. Ya es Miércoles Santo en Murcia.
La procesión de los “coloraos” es pura esencia del pueblo. La
ciudad y la huerta se funden en fraterno e íntimo abrazo, renovando así un
rito que se viene repitiendo año tras año desde hace casi seiscientos años.
La Murcia huertana invade la ciudad por unas horas para dar rienda suelta al
acentuado espíritu religioso de la Vega del Segura.
A las siete en punto de la tarde, las trompetas y tambores
atruenan el aire anunciando la salida del desfile. De inmediato, tras un
alegre y bullicioso tropel de nazarenillos, en la calle irrumpe airoso el paso
de La Samaritana. El trono parece una estampa arrancada de cualquier rincón de
nuestra huerta: junto al brocal de un pozo de frescas y limpias aguas, y bajo
la liviana sombra de un olivo de hojas verde-plata, descansa Jesús sentado
sobre una simulada roca, manteniendo animada conversación con la hermosa moza,
toda enjoyada con anillos, colgantes, brazaletes y diademas, y vestida con un
bello traje murciano de sedas y brocados del siglo XVIII.
En un instante, penitentes portando cruces y cirios se alinean en doble y
larga fila, y el atardecer se viste de rojo intenso y deslumbrador.
Así, uno tras otro, entre solemnes marchas pasionarias, los
agudos y estridentes gemidos de las rodadas bocinas y el sordo tronar, con
frote de palillos de los destemplados tambores de la “burla”, todos los pasos
irán saliendo a la plenitud de la calle, siendo recibidos con admiración por
el numerosísimo público asistente.
La luz de los candelabros arranca refulgentes destellos de
los colgantes de vidrio de las tulipas, los cuales tintinean alegremente,
entrechocando entre si con el bamboleo de los pasos, al avanzar gravitando
sobre los hombros de los estantes.
Los cetros de plata de los mayordomos brillan entre cintas,
lazos y blancas puntillas, y resuena el golpe seco del Cabo de Andas en los
frontales de las tarimas de los tronos, marcando los arranques y las paradas
de los pasos cuajados de olorosas flores.
La noche ya ha caído cuando a la puerta asoma el Cristo de la
Sangre, conmoviendo a las gentes con su mirada llena de infinita misericordia.
Tiene los pies desenclavados, como pisando el fruto de la vid en el Lagar
Místico. Las manos clavadas a la Cruz la cual inclina y carga sobre su llagada
espalda. Corona de espinas en la cabeza, con larga melena de cabello natural,
la cual se divide y ondula en dos crenchas mecidas por la suave brisa
mientras, de la abierta llaga del costado le brota y desciende un manantial de
roja sangre, recogida en un Cáliz de oro por un reverente angelito que se
encuentra a sus pies.
Dando escolta al Cristo de la Sangre, cientos de penitentes
alternando cruces y cirios; innumerables mayordomos y otros nueve tronos a
hombros de cerca de trescientos nazarenos estantes, forman una interminable y
roja cadena que, durante largas horas serpentea por las abarrotadas calles y
plazas de una ciudad bulliciosa e impaciente por contemplarla.
La Alameda, el Puente Viejo, la Glorieta, Belluga, Trapería,
Santo Domingo, Santa Catalina, Las Flores, San Pedro y, de nuevo el Puente
Viejo y la Alameda, son algunas de las típicas y céntricas vías que se visten
de colorao por todos sus rincones, en una abigarrada explosión de barroca y
huertana alegría, que contrasta enormemente con las dramáticas escenas de la
Pasión que narran los pasos.
Pero el momento más emocionante y sugerente de la mágica
noche del Miércoles Santo se vive cuando la procesión cruza el Puente Viejo,
ya de regreso al Carmen, rondando las primeras horas de la madrugada recién
estrenada.
Cuando el silencio de la noche tan sólo se ve turbado por el
rumoroso y cansino discurrir del Segura por los azudes, los molinos y los dos
ojos de piedra del Puente, contemplar el paso de la procesión por este lugar y
a esta hora hace que el alma se encoja a causa de la emotividad del momento.
La procesión avanza despacio desde el antiguo Arenal, en
ligera subida, remontando la pendiente del Puente. Los estantes curvan sus
espaldas y afirman fuertemente sus pies en el suelo, después de muchas horas
caminando con los pesados tronos sobre sus hombros, y así, sin detenerse y a
la carrera, suben de un tirón la cuesta del Puente Viejo.
Cuando llegan a lo más alto, parece como si la hermosa
Samaritana, el entrañable hogar de Lázaro, el impresionante Lavatorio, el
cacareante gallo de la Negación, la picaresca figura del Berrugo, las
compungidas Hijas de Jerusalén, el angustiado Cristo de las Penas, el airoso y
fiel San Juan y la dolorida imagen de la Virgen Dolorosa, dijesen adiós a la
ciudad para regresar a la huerta.
Pero, ante todo sobrecoge la imagen del Cristo de la Sangre
el cual, entre una viña de luces y rodeado por un barandal de rojos capuces en
forma de haba, se refleja en las quietas aguas del Segura que discurren
despacio y teñidas de bermellón. Hay un instante crucial en el que, sobre los
hombros de los estantes, la venerada imagen del Cristo queda detenida en lo
alto del Puente, para que el agua pueda copiar su hermosura.
Quien contemple tan emotiva escena sentirá un nudo en la garganta que le
atenazará el aliento y le impedirá articular palabra alguna. Y ese nudo no se
le soltará hasta que el Cristo inicie el descenso del Puente, camino de su
iglesia que ya se adivina cercana.
Y de nuevo las gentes abarrotan los alrededores del Carmen.
Muchos ya han presenciado el desfile desde otros lugares de su larga carrera,
pero ahora acuden solícitos y presurosos al “Barrio” para no perderse la
recogida de los coloraos.
Uno tras otro, todos los pasos han ido entrando sucesivamente
por la Portería del antiguo convento de Carmelitas. En la puerta de la iglesia
se han ido dando cita los grupos de la Convocatoria o “Burla”, como
popularmente se les llama, los cuales, con sus sordos tambores y sus
carros-bocinas, se encargan de ambientar la recogida del desfile con sus
ancestrales sones, como si ofreciesen una última serenata a los pasos, según
va terminando su desfilar por las calles de la ciudad.
Y las gentes esperan impacientes la llegada del Cristo de la
Sangre, el cual ya se divisa a lo lejos, bajando la cuesta del Puente Viejo
con el pausado caminar que le imprimen sus nazarenos estantes, quienes no se
atreven a ir más aprisa de lo que permiten los doloridos y traspasados pies
del Cristo.
Cuando por fin llega frente al Carmen, los tambores y bocinas
saludan el momento con su sordo redoblar y su amargo gemir, mientras es
colocado delante de la puerta de la iglesia, dando cara al público y
ofreciendo a la ciudad de Murcia las últimas gotas de su Preciosísima Sangre.
Arriba la imagen de San Juan y, tras él, minutos más tarde lo
hace la Virgen Dolorosa, la cual, durante un emocionante momento, es detenida
frente a su Hijo, quedando traspasada por un infinito dolor reflejado en su
hermoso rostro lacrimoso.
En ese instante callan bocinas y tambores y en el aire se
respira un lacerante y espeso silencio. La imagen de la Virgen es introducida
en la Portería a los sones de la marcha Estrella Sublime y, a continuación, la
banda de música que da escolta al Cristo, le rinde honores desfilando ante Él.
Por último, a los sones de la Marcha Real y mirando a la gran multitud que
prorrumpe en atronadora y emocionada ovación, el Cristo de la Sangre es
introducido en su iglesia.
La procesión ha concluido y el Miércoles Santo con ella. La
Semana Santa de Murcia ha alcanzado su máxima madurez.
NazarenoColorao (escrito en el foro de Murcia Nazarena
en conmemoración de su mensaje nº 1000)
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